Era una mesa para dos. Romualdo agarraba mi mano de cuando en cuando y yo intentaba sonreír, pero la alergia a las flores me hacía lloriquear como una pobre enamorada que se emociona con la cena romántica.
Tampoco contribuían a que me sintiera cómoda las velas. Un candelabro que parecía de plata se interponía entre los dos, echando fuego controlado de unas velas que parecían no consumirse nunca.
¿Aquello era una cena romántica? me pregunté. Mis dudas quedaron despejadas cuando llegó el camarero con el primer plato y me sonrió: tenía los mismos colmillos que Drácula.
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